Por aquí transitó buena parte de los veinte millones de seres humanos a lo largo de casi cuatro siglos rumbo a una vida de miseria y servidumbre indigna. La primera Casa de Esclavos la construyeron los portugueses a mediados del siglo XVI y la última se levantó a finales del XVIII por iniciativa de ‘empresarios’ holandeses. En su época de máximo apogeo, en esta pequeña roca a poco más de quince minutos de navegación del puerto de Dakar funcionaban a pleno rendimiento hasta 29 casas de esclavos. Llegaban hasta aquí desde los más diversos puntos de África Occidental. Veinte millones de almas que nutrieron el negocio repugnante que nutrió las primeras ruedas de la acumulación de capital del Viejo Mundo. Tres siglos antes de que el vapor lo cambiara todo, África empezaba a ser sistemáticamente saqueada para formar algunas de las primeras grandes fortunas de Europa. Nunca se concentró tanta infamia en tan poco espacio (apenas 17 hectáreas).
Hoy Goree es un lugar pintoresco de bonitas casas coloniales pintadas de colores chillones, con amplias balconadas e impresionantes plantas bajas porticadas. Casas lindas que esconden bajo los muros pastel, las tejas y la madera su historia de infamia. En la planta alta vivía el dueño de la casa; y en la planta baja, en cuatros de poco más de dos metros cuadrados, se hacinaba la carga humana, hasta veinte personas por habitación. Antes se los separaba por sexo y peso. Los hombres que pesaban en torno a los 60 kilos estaban listos para la venta y embarque; los que llegaban exhaustos y medio muertos de hambre se sometían a una brutal dieta de engorde. Como el ganado. Arriba se cerraban los tratos y se pactaban los precios; abajo hombres, mujeres y niños esperaban su suerte con la resignación que imponían las cadenas, los grilletes y las pesadas bolas de hierro que impedían cualquier tentativa de huida. Cada casa se conectaba directamente con el mar a través de pasillos estrechos y oscuros que impedían a los esclavos moverse con comodidad. Al fondo se ve el agua azul y la claridad del sol. Eran las llamadas puertas sin retorno.
Morían a millares. De enfermedad; de terror; a puros golpes. Se les miraban los dientes para ver si estaban sanos. Las mujeres valían más dinero que los hombres y los niños recibían nombres diferentes en función del estado de su dentadura: como simples cachorros de bestias de carga. Los ecos de aquellas víctimas del comercio hediondo de la esclavitud se apagaron hace ya más siglo y medio. Francia abolió la repugnante institución de la esclavitud en 1848 aunque el tráfico de seres humanos siguió siendo un lucrativo negocio hasta finales del siglo –alentada por latifundistas de Estados Unidos, Brasil o Cuba, por ejemplo-. La última de estas casas de esclavos se construyó en 1776 y hoy es un museo sobre ese pasado sombrío que los gritos de la chiquillería que juega en las calles sin coches de la isla. Hoy la Casa de los Esclavos (La Maison des Esclaves) es un pequeño museo que recuerda aquellos tiempos terribles; un lugar que oprime en el que pueden verse antiguas cadenas, las celdas en las que se clasificaban y engordaban hasta a 200 personas de manera simultánea y esa puerta sin retorno que mira a un mar hoy hermoso, pero terrible para las víctimas del comercio esclavista que, por tandas, manejaron los portugueses, ingleses, holandeses y franceses.
El Fuerte d’Estrées es lo primero que se ve desde el mar cuando uno se acerca a la isla. Esta batería cañonera fue construida por los franceses a mediados del siglo XIX para proteger la entrada al puerto de Dakar. La antigua batería se ha habilitado como museo dedicado a la memoria africana y justo a la puerta la Plaza de Europa celebra, no sin polémica, las ayudas de la UE para la restauración de los valores históricos de la isla –muchos senegaleses no entienden como la Europa que saqueó África y esclavizó a sus gentes-. Hoy, Goree es algo así como un resquicio de lo que fue Dakar hasta hace bien poco. Un lugar tranquilo de casitas coloniales, enormes baobas y buganvillas exuberantes (un paraíso para los viajeros fotógrafos). Pasear por sus cuatro o cinco calles es una delicia que te descubre rincones preciosos. Hay una iglesia, una mezquita y hasta una pequeña playa de arenas claras en la que los vistosos cayucos senegaleses (barcas de pesca pintadas de colores chillones) descansan con la proa mirando al mar.
El Paseo de los Baobabs parte desde el Mercado de Artesanía y sube, en apenas doscientos metros, el escalón de piedra que separa la ‘ciudad’ del ‘Castel’ de Saint Michel. La fortificación fue construida por los holandeses en el siglo XVII poco después de comprarle la isla a los portugueses (le duró poco ya que fue tomada por los franceses algunas décadas después). De la antigua batería queda muy poco más allá de los muros semienterrados en los que todavía se intuye esa planta de punta de diamante propia de las fortalezas de aquellos tiempos. Los franceses plantaron encima cañones gigantescos en los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial. Las vistas sobre el mar, la propia isla y la vecina Dakar son increíbles.
Goree después de los turistas
En Goree no hay coches. No tendría sentido. En sus calles de arena y bajo los baobabs sólo se oyen las voces de propios y extraños y, cuando se va el último barco, los gritos de los niños (esa música vital de las ciudades africanas). Lo más normal es llegar a la isla y volver a Dakar en el mismo día, pero si puedes pasar una noche aquí es algo más que recomendable. Algunas de las antiguas casas de esclavos se han ido reconvirtiendo en alojamientos (desde 60 euros la habitación doble) y restaurantes y las puestas de sol desde las baterías del ‘Castel’ no tienen precio. Los barcos conectan la isla con el puerto de la capital hasta bien entrada la noche (el último servicio es a las 23.00 los días entre semana, a la media noche los viernes y a la 1.15 los sábados), pero la mayoría de los turistas se van antes de las seis o siete de la tarde.
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