“Miré a mi alrededor y, no sé por qué, pero le aseguro que la tierra, el río, la selva, el cielo resplandecientes jamás me parecieron tan desesperanzados y oscuros, tan impenetrables al pensamiento humano, tan implacables ante la vulnerabilidad humana (…) El horror!, el horror!”.
Así se expresaba, en 1899, el genial escritor polaco que escribía en inglés, Joseph Conrad, en aquella obra ineludible para comprender incluso hoy al África tropical, titulada “El corazón de las tinieblas”, magistral nouvelle o novela corta, en la que se narra un estremecedor periplo remontando el río Congo hasta el corazón del continente, durante el clímax de las atrocidades perpetradas allí por las potencias europeas, y que ha sido interpretada como una insuperable metáfora de un viaje profundo hasta lo más horroroso del alma humana, como luego lo hiciese Francis Ford Coppola adaptándola a Vietnam en su clásico “Apocalypse now!”.
En la época y el lugar que describe Conrad, el Estado Libre del Congo, que ocupaba cerca de 2,5 millones de km2 (poco menos que toda Argentina), era un dominio privado y personal del Rey Leopoldo II de Bélgica, considerado entonces uno de los hombres más ricos del mundo, quien explotaba abusivamente sus infinitas riquezas de caucho, marfil, diamantes y piedras preciosas, entre otras muchas, extraídas mediante un abominable sistema esclavista.
Más de 120 años después de descorrer el velo de esa “gesta civilizadora europea”, aquellas tinieblas no se logran despejar en el corazón del África. Recientemente, el joven, brillante y humanitario embajador italiano en la República Democrática del Congo, Luca Attanasio, un carabinero que lo escoltaba y su chofer, fueron asesinados cruelmente por un grupo armado aún no identificado, al este de ese país, en la región del fabuloso Parque Nacional Virunga, el más antiguo del África, hábitat de los famosos “gorilas de montaña” en extinción, al que Leonardo Di Caprio donó US$ 2 millones para su rescate.
El Embajador Attanasio integraba una caravana de Monusco, la misión de la organización de Naciones Unidas para la estabilización de la República Democrática del Congo. La región es una de las más peligrosas del mundo: 93 militares de Monusco y numerosos guardaparques ya han perdido la vida en el lugar y, recientemente, el príncipe belga Emmanuel de Merode, Director del Parque, salvó milagrosamente su vida cuando fue acribillado a balazos en el pecho.
La tragedia particular de aquel joven diplomático italiano, quien deja a su esposa y tres hijas, sugiere dos tipos de reflexiones de orden general.
Por un lado, contribuye a desmitificar la profesión diplomática, erróneamente asociada en el mundo entero a lujos y entretenimientos, pues ilustra dramáticamente su sometimiento a los inestables avatares del mundo, debiendo un día, efectivamente, compartir una charla con un rey en un palacio europeo, pero al otro, correr riesgo de vida en la selva africana, como en este caso, entre otros muchos escenarios de guerras, masacres, persecuciones políticas, pestes, hambrunas y catástrofes de todo tipo, alrededor del planeta.
En ese sentido, tuve una experiencia concreta que me permitió conocer in situ y por dentro la índole de la problemática de esta región. En 1987, siendo un joven diplomático, integré una misión presidida por el entonces Canciller argentino Dante Caputo y varios funcionarios de alto rango, la cual durante muchos días recorrió cinco países del África tropical: Costa de Marfil, Nigeria, Ghana, Gabón y Angola.
La Cancillería de la nueva democracia argentina iniciada en 1983, había incluido por primera vez al África entre sus intereses, en especial, en el de convertirse de un país receptor de cooperación internacional como había sido la Argentina hasta ese momento, en un dador. En mi caso específico, habiendo sido formado durante los tres años anteriores a esta misión, en el campo de la tecnología nuclear, mi función precisa consistía en explorar áreas de cooperación posibles, como formación técnica, medicina nuclear, erradicación de plagas, irradiación de alimentos para su conservación, etcétera. La misión no fue fácil ni exenta de peligros, incluidos los constantes requerimientos de permisos de sobrevuelo para que el precario avión Fokker en el que nos desplazábamos pudiera atravesar zonas “calientes” sin ser derribado por error. Todavía recuerdo el impacto que me causó, por ejemplo, hallar devorado por la selva las ruinas de un reactor ruso prometido pero nunca acabado, los hiperlujosos palacios de altos mandatarios rodeados de cocodrilos para su protección, el poder omnímodo de un dictador capaz de violar sin sanción a una embajadora europea, los ominosos testimonios de abusivas y contaminantes explotaciones extranjeras, los estragos que causaban tanto las pestes naturales como los conflictos bélicos importados y la violencia constante atada al escaso valor de la vida humana.
Aquellas vivencias las enriquecí luego con varias lecturas, en particular una meticulosa de la mencionada obra de Conrad, que no sólo me facilitó una inmersión literaria-filosófica más profunda en la naturaleza ontológica del drama que sufre esta región, sino que también me permitió advertir cuántas de aquellas cuestiones que planteó Conrad hace más de un siglo, continúan interpelando a la consciencia humana con igual o mayor apremio que entonces.
Varios años después, aquellas experiencias y lecturas, confluyeron con estudios de posgrado alrededor de diversos marcos teóricos académicos entonces contemporáneos (Collier:2007 y Watts:2008), y de otros libros acerca de temas específicos, como la “negritud”, la “africanidad”, el etnocentrismo o los entonces de moda “choque de civilizaciones” y el “retorno del actor individual”.
Y aquí llegó a la segunda conclusión de esta nota, surgida del entrecruzamiento entre estas tres fuentes –experiencias profesionales, intuiciones literario-filosóficas y teorías académicas-, que elaboré en una tesis de posgrado y luego incluida en un capítulo titulado “Viaje al corazón de las estructuras”, compuesto por 50 páginas de mi libro “Una épica de la paz. La Política de Seguridad Externa de Alfonsín” (Euedeba, Bs.As., 2016, pp. 371-420), la cual podría resumirse en pocas palabras del siguiente modo: el peligroso escenario del África tropical suele ser, no sólo victimario inmediato de quienes se adentran en sus convulsionadas entrañas sino, sobre todo, víctima mediata de intereses exógenos con complicidades endógenas, que alientan la inestabilidad política, la iniquidad económico-social, los recurrentes conflictos armados y las consiguientes condiciones miserables de la región. Esos intereses son los de las potencias que mantienen “guerras frías” entre sí y aprovechan este escenario como frente “caliente” de sus disputas, los de los traficantes de armas y los ejércitos mercenarios que usan el lugar como laboratorio y mercado de sus armas, los expoliadores del medio ambiente y los cazadores de animales en extinción.
En pocas palabras, el África tropical se enfrenta con las acuciantes realidades de abrumadoras estructuras, débiles instituciones e influyentes actores individuales, interponiéndose con aspiraciones acuciantes, como paz y seguridad, comercio justo, protección ambiental, derechos humanos y cooperación técnica, entre otros.
Para concluir, el África tropical es todavía una paradojal deuda pendiente para toda la humanidad, abarrotada de riquezas y, al mismo tiempo, de adversidades de toda naturaleza. En el orden particular que atañe a nuestro país, la cual mantiene una vecindad significativa con esa región pues comparte con ella el Atlántico Sur, también constituye una cuenta pendiente para la Política Exterior Argentina, que sólo en aquellos años mencionados tuvo aspiraciones serias, debatiéndose luego entre la indiferencia y el bochorno, pero que debería ser restituido a la hoja de ruta global de nuestros intereses, como un capítulo indispensable del pendiente “regreso al mundo” de la Argentina.
Fuente: eleconomista.com.ar
Por Maximiliano Gregorio-Cernadas